"Fátima Vallecana"

 

por José Miguel Ullan


Parece un ejército de fieles que acudiera a presenciar un milagro. A partir de las siete de la nubarrada tarde, el estadio del Rayo Vallecano es una fortaleza sitiada de amor. Han recargado los mecheros de gas. Traen frasquitos de perfume, bocadillos vegetales, botas de sangría, prismáticos y caramelos de naranja y miel. Llegan de todos los rincones de España: en autobús, en metro, en coche, en tren, en moto, a caballo o a pie. Los habitantes de Vallecas sospechan que, de un momento a otro, surgirá el grupo portador de la Virgen de las Lágrimas.
No surge. Pero las miradas se animan al ver pasar a la señora Robinson, ayudada por María José Cantudo y María Kosty, las chicas del bingo. Llegan poco después Kathy, Susie, Cecilia, numerosos ministros y ejecutivos disfrazados de Ignacio Camuñas, cientos de japoneses, la colonia norteamericana de Torrejón de Ardoz, monjitas sin hábito, dos que pudieran ser Zoco y María Ostíz, la ovejita lucera, el Cóndor y un sinfín de seres con los labios amorotanados de ensayar tanto ante el espejo lo que van a murmurar, con jubilosa carne de gallina, a lo largo de toda la noche: “¡Demasiasdo!”.
Y no faltan nostálgicos de ley, curiosos irredentos, gente maja, minusválidos, parejitas de divorciados que vuelven a encontrarse, tipos propensos a la levitación, angelotes del limbo que no anegó otro mayo.
Un sordomudo percibiría es su silencio beatífico las estrofas más emotivas del Venid y vamos todos. Con el santo y seña de lo acallado entran devotamente en la cueva, donde huele a salvia, perejil, romero y tomillo. Los vallecanos observan la ceremonia majestuosa desde las ventanas de las altas viviendas con vista al estadio. A las diez, apagón para que cunda el pánico entre los hombres de poca fe. Unas gotas de lluvia sobre el puente.
Iluminados de un azul sobrenatural, Simon y Garfunkel abren su paraguas dulcísimo contra las amenazas del Maligno. Es el milagro. Los peregrinos caen en éxtasis, ascienden sus mecheros, se dejan mecer por la melodía del más allá, entonan plegarias ardientes.
El escenario es un pesebre navideño. Falta sólo el abeto. Faltan asimismo, para ser tan sinceros como los dos apóstoles flotantes, el Dúo Dinámico, en plan telonero, y Jesús Hermidam en el oficio de presentador. Pero, dado que no hay perfección donde no hay elección, tales carencias confirman lo inevitable del portero.
El sonido también es milagroso, justo, nítido e íntimo. Entra el mensaje divino en los corazones con tal vehemencia que los ciegos ven. Ven que hay que irse para no turbar el entusiasmo de los tocados por la gracia.
A la salida, unos muchachos cantan una canción de Los Chunguitos: “María, María del Mar, / no sufras, no llores más, / que lo que a ti te ha pasao / le pasa a la más pintá”. Desde el estadio llega el clamor: “¡Cecilia!, ¡Cecilia!, ¡Cecilia!”, suena luego el silencio. Alguien pasa exclamando: “¡Que sencillez!” y mi amigo el ciego, que conoce a Gracián por el tacto, se pica de repente y responde. “No hay simple que no sea malicioso. Y mucho más dos que uno”.

 

27 de Mayo de 1982
El País

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