Vallecas Fue Nueva York

 

por Javier Rivera


Simon y Garfunkel se han escapado de casa, a su edad. Han rechazado el final perfecto de los libros y se han dejado llevar por las aguas turbulentas, río abajo, donde duermen los recuerdos, las cartas de amor y los guateques en monoaural. Dos chicos inquietos y díscolos.
Hablando de chicos inquietos, habrá que decir rápidamente que ayer noche, en el campo del Rayo Vallecano, había algo así como 35.000 compañeros de fuga, un escapismo sin temor al ridículo o a lo empalagoso. Hay cosas que superan las fronteras de la banalidad ripiosa, cosas que se confunden y se entremezclan en la espiral de la nostalgia. Seamos sinceros: ¿Nadie de ustedes ha bailado nunca una canción de Simon y Garfunkel? Piénselo bien y hagan memoria.

Si duda el acontecimiento, servido entre lágrimas y suspiros, pasará a la historia de nuestra música como el más grande concierto jamás contado, algo que será, sin embargo, superado casi en el doble el día que los Stones saluden desde el Manzanares. Pero, de momento, este dúo perdido y recatado de los túneles de nuestro propio tiempo ha batido récords y más récords de audiencia. Es bastante complejo hablar de si te gustaron o no te gustaron Simon y Garfunkel. A estas alturas cada cual puede hacerse una idea de lo que va a ver en el escenario, sobre todo dados los coyunturales precios de 1.500 pesetas con derecho a hierba. O se apuesta sobre seguro (y ahí está toda una discografía detrás) o no se apuesta. O no se tiene dinero, que también sucede.
El caso es que las 35.000 almas, agazapadas en el césped o en las pétreas gradas, comenzaron a mirar en dirección al cielo justo a las 22, hora oficial para el comienzo de la comunión acústica. A esa hora, las nubes estaban bastante mal del estómago y cayó la lluvia sobre el estadio. Sin embargo, las súplicas de los organizadores debieron llegar a las alturas correspondientes y las nubes pasaron de largo, sin demasiado interés por la masa que se estrechaba allí abajo. Y la cosa comenzó.

Comenzó cuando a las 22,15 salieron una pareja tan típica como El Gordo y El Flaco, o las hamburguesas con Ketchup, prototipos del sueño americano y todo su recurso de escapismos. Un sueño, con permiso, bastante asequible y asumido por estos pagos. Un sueño que, entre otras cosas, tiene la virtud (o el vicio) de devolvernos algo así como la mirada de un espejo. Y los espejos, inexcusablemente, sirven para recordarnos tal como éramos, cuando teníamos nuestros discos favoritos y también nuestros héroes.
¿La primera canción? Bueno, parece inevitable. “Mrs. Robinson”, con Simon, a la izquierda, y Garfunkel, a la derecha, ambos juntitos pero salvando las distancias. Tres minutos intentando consolar a la pobre señora Robinson mientras el inolvidable Joe di Maggio lanza bolas a la segunda base desde nuestra memoria. La noche abre su capa de reminiscencias.
A continuacion “Homeward Bound”, la canción con la que terminaban algunas escapadas juveniles y que sigue cayendo y haciendo caer en el pozo de los gozos y las sombras de algún solitario gin-tonic o similar bebedizo mientras te preguntabas si el tren hacia casa iba o no iba a llegar.

Delante de Simon y Garfunkel hay dos pisos de bafles y cuatro técnicos controlando el sonido. Detrás un bajista, un guitarram un batería, un teclista (un soberbio teclista) y cuatro hombres encargados de la sección de viento. Y justo un poco más abajo, rozándose y alzando los brazos entre gritos ininteligibles, una concurrencia bastante especial y generacionalmente revuelta. Suena “America” como tercera dosis de esa poderosa droga llamada nostalgia y las primeras lágrimas comienzan a resplandecer entre las luces de los mecheros. ¿Por qué demonios habremos tenido que esperar tanto tiempo para ver gente así en este país?
No están ya en la “onda”, arrastran sus cadenas del pasado y si siguen paseándose por ahí arriba es porque nadie, repito nadie ha sabido superar la magia que imprimieron en su día estos dos campestres chicos americanos, o el ambiguo judío llamado Dylan, o los por siempre jóvenes Beatles, o los maléficos Jethro Tull. Se sigue viviendo de las leyendas, porque las leyendas son perfectas.
Y Paul Simon se pierde con su guitarra acústica mientras Garfunkel se pasa la actuación con las manos en los bolsillos. Cae “Scarborough Fair” (versión más o menos cercana al “North Country Girl” del señorito Dylan), y “My Little Twon”, o sea, siempre certera versión (e infalible para los aplausos) del “Wake Up Little Susie” del mejor dúo que ha visto la historia, esto es, los Everly Brothers.

Llegados ya a estas alturas de comentario, habrá que recalcar una cosa. El poder de Simon y Garfunkel es, por supuesto, la voz. Bueno, las voces. Voces angelicales y limpias, lavadas con gel y toda suerte de hierbas campestres y aromáticas, evocadoras seguramente de alguna antigua acampada o de una fiesta de aquellas en que alguien aflojaba la luz de las bombillas y echaba octalidones en los vasos de coca-cola de las señoritas. Voces de no haber roto nunca un plato.
La parte intermedia del concierto se la hacen por separado, cantando cada uno un par de temas de cosecha propia. Garfunkel es más simpático. También es más alto y más bucólico. Simon parece mucho más frágil y más poca cosa, casi como si esquivase los capones con la barbilla que le podría dar perfectamente su larga pareja escénica. Él es el cerebro, el que pone la inspiración. También el que suele recibir menos aplausos. No tiene voz de ángel, sino de hombre solitario y confuso. Pero es el mejor de los dos y, además, según confesión, “todavía loco después de tantos años”.

Continúa la cascada de temas con “El Cóndor Pasa” (si es que puede pasar con los tiempos que corren), el recomendable “50 maneras de dejar tu amor”, el jocoso “Kodachrome” o esa pequeña obra maestra del rock llamada “Maybellene” del nunca demasiado loado Chuck Berry.

Y después, en fin, el delirio. Un delirio que lleva por título “Bridge Over Troubled Water”. Paul Simon retrocede, vuelve a perderse con la acústica y Art Garfunkel se entrega en alma y voz a una de esas canciones sin las que no se puede hablar de “música moderna”. Quizá lo mejor que se ha hecho en la historia del pop en cuanto a lucimiento para la voz. Para una voz privilegiada, por supuesto, de las que saben arrancar las lágrimas en cualquier cambio de tono.

El “Puente sobre aguas turbulentas” llena el estadio de luces rojas y titilantes. Ha sido sin duda lo mejor de una noche que, en realidad, va a ser muy corta. Tras su canción más universal, otra no menos celebérrima, “The Boxer”, y tras ella un sencillo “Good Bye”, y los chicos se esconden tras las bambalinas. No por mucho tiempo, claro.
Vuelven a salir, con la gente un tanto mosqueada, ya que sólo llevan una hora y cuarto, y ofrecen tres temas más, el “Old Friends”, “Puente de la calle 59” y ya, en plan adiós muchachos, compañeros de mi vida, ese pedazo de canción que habla y se diluye entre los “Sonidos del silencio”. Sonidos acústicos y armoniosos, sin decibelios de más. Lo justo para que todos lo oigan y oigan a la vez la misma campanilla que oía Peter Pan cuando todos nosotros (y el propio Peter) éramos más jóvenes y menos calvos. Luego se van, se pierden y la gente busca las bocas del Metro. Pero va pensando en que esa noche la ciudad es menos amarga. Menos paranoica. Más sencilla de entender.

 

27 de Mayo de 1982
Diario 16

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