Ten Thousand People,
Maybe More


Por Luis Miguel Polo


Amigo Paul:

En primer lugar disculpa el exceso de confianza, no encuentro otra palabra que pueda definir mejor el aprecio que siento por alguien que ha ido construyendo esa especie de banda sonora que se ha hecho tan adictiva, al ritmo de mi propia vida. Si alguna conclusión he sacado de tu visita a Madrid es que el paso de los años no deja de ser una mera circunstancia temporal.

Aún recuerdo el sonido de aquélla gramola en el bar del pueblo mientras jugábamos al futbolín, verano de 1968. A mis 9 años, me gustaba lo que allí ponían: Los Bravos (Bring a Little Lovin’), un poco menos The Beatles (Hey Jude) y bastante menos Tom Jones (Dalila), pero Mrs. Robinson me impactó en ese espacio que uno ignora tener en su interior hasta que le sucede, supongo que sabes a qué me refiero.

El siguiente recuerdo fue el álbum Bridge Over Troubled Water. Claro que me gustaba la canción, también “The Boxer”, “El Condor Pasa”, “Cecilia” (las preferidas de todo el mundo). Pero la que me arañó por dentro fue “The Only living Boy in New York”:

— ¿Por qué no sacan un single de ésta? —pregunté, sin respuesta convincente, a la propietaria del vinilo (Pilar, mi hermana mayor).

Era una maravillosa canción, con un maravilloso sonido de guitarra acústica, una maravillosa voz y unos maravillosos coros en los que la voz de Garfunkel se escuchaba muy, muy lejana. Con los años he llegado a la conclusión de que ese era (en todos los sentidos) el sitio adecuado para él.

Dos años después volví a sentir el aguijón cuando escuché en la radio (FM), “Mother and Child Reunion”. Nunca entendí como podía estar en la lista de esa emisora tan por detrás de canciones como “Alone Again” de Gilbert O’Sullivan, aún menos de “Song, song, blue” de Neil Diamond o, no digamos, de “Morning has broken” de Cat Stevens.

La descarga, sin embargo, alcanzó su máxima intensidad en el verano de 1973. A mis recién estrenados 14, fue la primera vez que el dinero de la paga acumulada en semanas no acabó en poder de Marvel Corporation. Fue algo inédito, pero las 100 “pesetas” disponibles (sí, comprendo que es una cantidad ridícula, incluso por aquél entonces) (*), no las destiné a un cómic de Thor, Spiderman o Fantastic Four, sino para el single de Kodachrome (Tenderness en la cara B). Creo que es el disco mejor amortizado que jamás he tenido. Nunca me cansé de escucharla. Una y otra vez. Por si no fuera suficiente, también iba al Drugstore de la calle Fuencarral y pedía, en el mostrador de venta de discos, que “si podían ponerla, por favor”, con la falsa excusa de no conocer el tema (sonaba de lujo por los enormes bafles). Pero terminaron por conocerme y un día se cansaron:

—Vale, te la pongo, pero si compras el disco de una vez…

Mi euforia hizo que invitara a todos mis amigos a oírla, con éxito desigual. Aunque gustó en general, no hubo grandes entusiasmos salvo en dos de ellos que creo gané, a partir de entonces, para la causa. Uno incluso llegó a llamar a mi casa para que le pusiera otra vez la canción y oírla a través del teléfono. El problema era que sólo había un terminal en el pasillo y no era inalámbrico (lógicamente, hablamos de España y de 1973), así que para que mi amigo pudiera escuchar Kodachrome tuve que subir el volumen del equipo de música (ubicado en el pequeño salón) al máximo, hasta que llamó a la puerta una vecina indignada quien, por la noche, regresó a protestar a mis padres con las represivas consecuencias que te puedes imaginar (ya sabes, “one man’s ceiling is another man’s floor”).

Y así podría seguir…, pero quizás la siguiente dosis adictiva importante llegó el día en que nos conocimos, casi personalmente. Sé que no te acordarás, pero apenas 50 metros nos separaron del escenario instalado en el campo de fútbol del Rayo Vallecano (25 de mayo de 1982). Comprendo que no repararas en nuestra presencia, podríamos ser diez mil personas (quizás más). Por aquél entonces ya tenía trabajo y pude adquirir dos entradas (la otra fue para Maleni, mi hermana pequeña, —también convencida del Rhymin’—), que por entonces estrenaba sus 18 primaveras). No voy a decir que resultara flojo, todo lo contrario, pero de vez en cuando desaparecías y se quedaba el de la voz almibarada. Está bien, pero no es lo mismo. Y luego demasiadas canciones de los sesenta, sin acordarte de “The only living boy in New York”, ni “Save the life of my child”, sólo una de tu (por entonces) último disco, “Late in the evening”, una versión de Kodachrome mezclada con Mabellene algo floja (tengo que ser sincero), y ninguna pista de “Something so Right”, “Peace like a River”, “St. Judys Comet” o “Mother and Child Reunión”…

Reconozco que disfruté (“everybody loves the sound of a train in the distance…”), pero de entre las personas que congregaste (ten thousand people, maybe more) pude ser el único que regresó a casa pensando en que no había asistido, realmente, a un concierto de Paul Simon (algo así como the only living boy in Madrid).

 

Luego llegaron años vertiginosos, creo que también los ochenta lo fueron para ti. Intercambié anillos con Mayte en septiembre (“september I’ll remember”) de 1987 con “The Boy in the Bubble” resonando en mis oídos. ¿Sabes? La primera vez que escuché el álbum me dejó descolocado. Yo había vuelto a luchar en solitario defendiendo la calidad de “Hearts and Bones” (“for now and ever after, as it was before”), pero Graceland era otra cosa. Tardé en ser consciente de ello. De hecho, la primera impresión fue:

—Este disco no se va a vender, no le va a gustar a nadie. Esto no suena a Paul Simon…

Lo cierto es que tardé un poco más de la cuenta en comprar el disco. Supongo que porque sólo había oído “You can call me Al”. Pero eso fue hasta que pusieron en la radio “Diamonds on the soles of her shoes”, mientras informaban de tus problemas con el Congreso Nacional Africano y el gobierno británico. Nueva dosis adictiva. Creo que es el último disco que compré en formato vinilo (en el desaparecido Madrid Rock). Al escucharlo completo quedé fascinado, no sé cómo pude llegar a dudar del nivel de tu obra maestra, pero el impacto del hechizo que contiene era una mera cuestión de tiempo (I’ve reason to believe we all will be received in Graceland).

Con el eco entusiasta de Graceland volviste a España, pero no pasaste por Madrid, en 1989. Me duele reconocerlo, pero no fui a alguno de los tres conciertos porque, sencillamente, me enteré demasiado tarde (do my prayers remain unanswered?). Tras “The Rhythm of the Saints”, hiciste el Megaconcierto en Central Park ante “unos pocos” espectadores (“they couldn't of been no more than one or two…”). Conservo esta joya en VHS esperando un formato DVD que nunca llegará.

En 1991, por fin, volviste a Madrid, pero el 16 de julio de ese año Marta estaba ya casi de camino (Little kid dancin' in the grass) y tuve que renunciar:

—La próxima vez —me dije, sin imaginar que tardarías tantos años en volver.

Dos años antes del musical “The Capeman” (colosal trabajo, no sé lo que pasó en Broadway, pero es un disco imprescindible) nació Miguel. Desde bien pequeños nuestros hijos no han tenido otro remedio que acostumbrarse al sonido de tu voz en los largos viajes de verano con la caravana a cuestas.

Antes y después de “You Are The One” te perdí la pista, hasta que llevamos a Marta y Miguel a ver “The Wild Thornberrys”. “Father & Daughter” terminó de convencerles de los motivos por los que su padre fue siempre tan pesado con Paul Simon.

Poco después llegó otro hito. Un día, tonteando en internet (no tuve más remedio que acudir a las nuevas tecnologías para ponerme al día respecto de tus caminos musicales) descubrí una joya en forma de página web y foro de Paul Simon en español (thesoundofsimon.tk). Así pude saber, antes de que lo publicaras, de la inminente salida de “Surprise”, supe que habías tenido el buen gusto de compartir tu vida con Eddie Brickell y que tuviste tres hijos (Gabriel E., Lulu Belle y Adrian E.) que, al igual que Harper, seguían los pasos musicales de sus padres. También descubrí que mi pasión por la música de Paul Simon era compartida por gente incondicional en mi propio país (“still crazy after all these years”) y supe que en la gira de ese nuevo álbum no vendrías a Madrid, ni a España…, pero sí a París.

Preparé el viaje con el entusiasmo de un adolescente y conseguí dos entradas en la fila 2 del Palais des Sports. Mis recuerdos del 11 de julio de 2008 junto a Mayte, están volcados en una pequeña crónica en la web española y, en inglés, en “the neck of my guitar”. Por fin pude asistir a un concierto de Paul Simon. Valió la pena. Las canciones transcurrieron demasiado rápido para que me diera tiempo a asimilar todo lo que sucedió a mi alrededor. Marta me había pedido que grabara “Father and Daughter”, pero aquella pequeña Olympus automática no tenía esa opción. Me conformé con sacar algunas fotos y disfrutar a pocos metros de Paul Simon (creo que le conoces) y su banda.

Es curioso, pero justo tres años después, el 11 de julio de 2011, volvimos a vernos. La ciudad de Berlín te acogió en la gira de “So beautiful or so what?”. Después de que se descartó el intenso aunque quizás infundado rumor de que volverías a España (nos habíamos hecho las pertinentes ilusiones), no quisimos resignarnos y volvimos a tu encuentro. No conocíamos Berlín y encontramos billetes de avión y hotel a precio razonable (but these motel walls are cheap). Pensamos en tu origen familiar al visitar el impresionante Memorial del holocausto (one and one-half wandering Jews). La arena de Zitadelle Spandau fue testigo de vuestro buen hacer y, de nuevo, en las primeras filas (esta vez de pie, dos horas antes y otras dos durante el concierto) a pocos metros de ti y esa extraordinaria banda. ¿Recuerdas? tuvisteis que acortar el concierto en dos canciones porque se retrasó una hora el comienzo y no se podían sobrepasar las nueve de la noche. Creo que una de las damnificadas fue “Father and Daughter”, así que tampoco pude usar la grabadora de voz que me prestaron para cumplir el segundo encargo de Marta (“I do declare: there could never be a father who loved
his daughter more than I love her…”). Empecé a escribir una crónica de ese día para thesoundofsimon.es (Check Point Simon, llevaba por título) pero nunca la terminé (“and the leaves that are green turn to Brown”).

Los días se sucedieron con demasiada lentitud (“time, time, time, see what's become of me”), hasta que se confirmó que habías vuelto con Roy Halee para un nuevo trabajo. Con Stranger to Stranger recibí otra dosis de las fuertes. Cuando lo escuchas parece que te transporta a un mundo desconocido de sutilezas sonoras. Sin apenas tiempo de reaccionar, empezaron a conocerse los destinos del nuevo tour. Volvías a Europa y Göteborg estaba entre las ciudades elegidas. La hermana mayor de Mayte vive allí, así que nos sacaron entradas al día siguiente de ponerlas a la venta. Pero lo mejor estaba por llegar: los augurios esta vez acertaron, no sólo volvías a España, 25 años después, sino que actuarías en Madrid (también en Bilbao, un día antes). Por fortuna recolocamos fácilmente las entradas de Göteborg (dicen que estuviste genial), y sacamos cinco para tu concierto el 18 de noviembre en el antiguo Palacio de los Deportes: de las casi diez mil personas, quizás más, cinco de ellos íbamos a ser nosotros cuatro más Maleni,  invitada, de nuevo, a la fiesta.

Una hora antes del concierto tuve el placer de conocer a los tres artífices sevillanos de la web en español. Contar con ellos es todo un privilegio, te lo puedo asegurar. Aitor me entregó la camiseta conmemorativa que encargué previamente (Stranger to Stranger Tour, Bilbao 17 noviembre 2016, Madrid 18 noviembre 2016, PAUL SIMON) y que lucí orgulloso durante el concierto (era lo apropiado).

Los accesos a las puertas del Palacio estaban muy concurridas (“you’ve got to fill out the form first, and then you wait in the line”). Nada más enseñar las entradas nos topamos con un enorme vigilante y pensé en la consabida pulserita, aunque, en teoría, “we don’t need a wristband, our band is on the bandstand…”. Ya dentro del pabellón parecía que el escenario quedaba lejos (estábamos en primera fila, pero de la zona superior, justo enfrente de ti) y para colmo, ¡había olvidado las gafas en casa!

Antes de tu aparición en la noche madrileña (“singing late in the evening”), y casi coincidiendo con la luna llena más voluminosa que se podrá contemplar en medio siglo —“The werewolf is coming, Joe”—, pensé en lo poco que tiene que ver la idea de America (EEUU) que transmites desde tu música si se compara con la que destila la victoria de un cacique agitador de masas como Trump (They’ve got a wall in China, it’s a thousand miles long (but) I don’t know nothin’ about, nothin’ about Mexico. Tell me why?). Vivimos malos tiempos para la invocación de cualquier clase de derechos, no digamos los humanos, aunque ya nos avisaste hace tiempo: “my eyes could clearly see, the Statue of Liberty, sailing away to sea…”. 

Y llegó el momento esperado. Los rítmicos primeros compases de “Gumboots”, seguida por la fuerza cruda y contagiosa de “The Boy in the Bubble” nos dejaron la duda de un volumen quizás parco para el recinto y una ausencia de pantallas en las que, los que aceptamos el exilio lejos del patio de butacas, pudiéramos reconocerte. Es difícil entender que no las conectaran. Permanecieron ajenas al sublime espectáculo, en una inexplicable abstinencia. El sonido sí fue mejorando, aunque no en la misma proporción para los distintos instrumentos. El metal de los platillos y algunas percusiones llegaron a distorsionar un poco tapando, en alguna que otra ocasión, (como en “Still Crazy”), el teclado, e incluso tu propia voz. Creo que esa puesta en escena podría haberse mejorado, pero sólo por hacerte justicia, pues tengo que reconocer que lo que acabo de transcribir apenas llega a simple anécdota en la grandiosa noche, repleta de momentos mágicos, que nos hiciste vivir:

—¡Bienvenidos todos! —oímos de tus labios, en un perfecto castellano.

Luego explicaste tu alegría por volver a Madrid,  algo que recordaba a los primeros años de tu carrera (“the early years”), y nos guiaste con mano sabia por los laberintos de Graceland y The Rhythm of The Saints, con paradas estratégicas para saborear canciones como “50 Ways to leave your lover” o “Dazzling Blue” sumiéndonos en delicioso trance mientras adornabas los temas con anécdotas como visitas a brujos y viajes alucinógenos a través de la “ayahuasca”, bajo la promesa de encontrarte cara a cara, en apenas quince minutos, con el espíritu de la gigante anaconda (“and all of these spirit voices rule the night”).

“America” fue casi un himno coreado, en una versión sutil y renovada. “Mother and Child Reunion” y “Me and Julio Down by the Schoolyard”, nos desataron, sobre todo ésta última (primer momento cumbre), ¡qué bien suena esa voz, esa guitarra, esa banda!

—Chicos, haced caso a los de seguridad y volved a vuestros asientos (“please, return to your seats”) —recomendaste justo cuando nos planteábamos bajar al ruedo…

—¿Cómo puede cantar así de bien con 75? —preguntó Miguel.

Eché de menos a Tony Cedras, pero tu banda es excepcional. La figura de Andy Snitzer va emergiendo según aparece en tantos buenos pasajes sonoros de flauta y, sobre todo, de saxophone, bien acompañado por C.J. Camerieri en la sección de viento. Joel Guzman aporta el toque “Zydeco” con el acordeón y Jim Oblon en la batería empieza a ser un habitual. Lo mismo que Jamey Haddad trabajando las innumerables percusiones. Mick Rossi es puro talento a los teclados y en las guitarras, cello, flauta y coros, Mark Stewart sigue demostrando, concierto a concierto, el impresionante nivel de Músico (con mayúsculas) que es.

Apoyado en su guitarra eléctrica, con su habitual maestría y buen humor, Vincent Nguini, comentó algunos viajes por la selva confesando haber sido testigo de cómo hipnotizaste a una pantera negra (¿¿¿???, creo que no entendí bien…). También nos hizo partícipes de su felicidad por poder acompañarte durante estos 25 años.

—Pues no es para tanto, —pensé—, yo llevo más tiempo, de algún modo…

Pero el auténtico veterano de la banda es Bakithi Kumalo, con ese bajo de sonido único, contigo desde Graceland, si no me equivoco.

La sorpresa llegó cuando surgieron de la oscuridad Sergio Martínez al cajón y Nino de los Reyes al zapateado. Los cuatro minutos de “Stranger to Stranger” confirmaron su embrujo especial y nos permitieron entender cómo engarza este tema con sonidos provenientes del flamenco. Quiero felicitarte por esa joya, esa obra maestra, y nosotros tuvimos la suerte de estar allí, testigos de cargo. No es por desmerecer a “Homeward Bound” (y menos aun viendo lo bien que la interpretaste), pero “Stranger to Stranger” fue el segundo de los cinco momentos cumbre de la noche.

La versión instrumental de “El Condor Pasa” enlazó como el zapato en el pie de Cenicienta en los primeros acordes de “Duncan”, bella canción en la que sueles hacer gala de tu maestría acariciando las cuerdas de esa guitarra acústica.

Y llegó el momento de presentarnos el instrumento de origen indio que es capaz de hablar (el gopichan). Con un solo toque quedó claro cuál sería la siguiente canción: “The Werewolf”. Sonó de lujo en directo.

La adrenalina empezó a dispararse en “Diamonds on the Soles of Her Shoes” (y cantamos: “Ta Na Na…, Ta Na Na Na…, she got…”). Con “You Can Calle Me Al”, Marta se levantó del asiento y nos empujó a hacer lo mismo a los demás: ¡vamos a bailar!

Si te soy sincero, estábamos avisados por nuestros amigos del foro de que podrías hacer hasta 4 bises, lo que no esperábamos es que fueras tan generoso en las entregas. Tras el primer parón, “Proof” versión instrumental (me gusta), paso al irónico y genial “Wristband” con ese bajo que marca el ritmo a la perfección (¿por qué me recuerda vagamente a “A Simple Desultory Philippic”?):

—Por favor, —grito—, que esto no se acabe.

Y aprovechando que wristb-and termina en “and”, continuaste con “Gracel-and”, siguiente momento cumbre, canción por la que nunca pasará el tiempo, quizás la mejor de tu repertorio, (aunque es difícil decidirse por una en concreto). Con el órgano, la voz y el saxo de “Still Crazy After All These Years”, se nos removieron los recuerdos, preludio de la segunda despedida.

Volviste, con una versión trabajada de “Late in the Evening”, dejando trompeta y saxo para el final. Imposible dejar de bailar. “One man’s ceiling is another man’s floor” con ese piano impecable, fue el único tema de uno de tus mejores discos, por favor, no lo olvides. Antes de la tercera despedida, “The Boxer” canción con estribillo que adquirió vida propia y no precisó siquiera de tu contribución (lai la lai…, lai la lai la…, lai la lai…).

De nuevo en el escenario, ahora sin la banda, armado con tu guitarra, para el siguiente momento cumbre: “The Sound of Silence”. Nunca imaginé que un tema tantas veces escuchado pudiera llegar a emocionarnos de ese modo. La ovación fue tan estruendosa como larga la espera para la última y definitiva entrega. “I know what I know”, nos devolvió a la frescura de Graceland, como si todo empezara de nuevo, hasta que por fin, 29 canciones después, sonó el piano de “Bridge Over Troubled Water”, colofón y último hito de la noche. Siendo una canción difícil de interpretar la cantaste la última y no defraudaste (“the fighter still remains”). Al contrario, los interminables aplausos se me antojaron poco premio a tu trabajo, a vuestro trabajo, en el escenario.

Aún era temprano, nos sentíamos jóvenes y se te veía en forma (“God is old, we’re not old”), pero al encenderse las luces del recinto perdí la esperanza de que nos regalaras un poco más de magia (“ask me and I will play…”) con “American Tune”, sobre todo “American Tune”, pero también con “Hearts and Bones”, “Thelma”, “Trailway Bus”, “The Teacher”, “Wartime Prayers”, “The Afterlife”, “Proof of Love”, o “The Riverbank” o ...

Ha sido una larga espera de 25 años (34 en mi caso), pero te puedo asegurar que las casi tres horas de concierto en la noche madrileña junto a cerca de 10.000 personas, quizás más, han valido la pena, aunque sólo fuera por oírte decir: “Thank you, Madrid”... Hasta siempre amigo.

(*) En 1973 un dólar (1 $) equivalía a 59 pesetas. En 2002 cuando desapareció la moneda, el cambio con el euro (1 €) se fijó en 166,386 pesetas.

 


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