El perfeccionista pop
en un escenario abarrotado


Por Stephen J. Dubner

 

Paul Simon está sentado en una taberna irlandesa de Columbus Avenue, terminando un plato de pavo asado y puré de patatas, viendo cómo se estrella la temporada de los Yankees e insistiendo en que no es un perfeccionista. Acaba de llegar del teatro. Durante siete años, Simon ha estado escribiendo un musical para Broadway llamado ''The Capeman''. Ahora sólo faltan unas semanas para que empiece el espectáculo. (La primera función de preestreno está prevista para el 1 de diciembre, y la noche del estreno, para el 8 de enero). Esta misma tarde, se han representado varias escenas para un público de agentes de venta de entradas para grupos, a los que pareció gustarles bastante. Sorprendentemente, también a Simon.
Otra función de preestreno, celebrada una semana antes, le dejó descontento, hasta el punto de que esta noche, en el teatro, algunos miembros del banda y del reparto seguían murmurando sobre la reprimenda que les había echado después.

Los Yankees han perdido ante los Indians, definitivamente, y Simon es fan de los Yankees. (Bernie Williams y Luis Sojo se unieron una vez a la banda de ''Capeman''; esa noche, Sojo se rompió el brazo y Williams no bateó, lo que provocó que se hablara de una maldición del ''Capeman''). "Es una noche triste para Nueva York", dice Simon, y suspira; luego pide una segunda cerveza y apura un cigarrillo. Todo el mundo en el bar está pegado al partido, lo cual es bueno. Simon tiene la mirada sumamente incómoda de un hombre al que le preocupa que un desconocido se le acerque y le hable a gritos del partido, lo que podría incitarle a ser grosero y hacerle sentirse culpable más tarde.
"Mira", dice en voz baja, despacio, "en cierto punto, algo es musical. Y por debajo de ese punto, no es musical. No puedes cantar fuera de tono, no puedes tocar fuera de ritmo, no puedes tocar tu instrumento si no está afinado, el tempo tiene que ser el correcto. No sé, ¿es eso la perfección? No digo que una vez que llegas a ese punto, tengas que seguir hacia el cielo... aunque sí pienso: Oye, has llegado hasta aquí, ¿por qué no ves hasta dónde puedes llegar? Si quieres llamarlo perfección, de acuerdo. Pero no está ni mucho menos cerca de la perfección, es sólo musical''.

Todos los que trabajan en ''The Capeman'' tienen una historia sobre la musicalidad de Simon. "Paul es obsesivo con lo que intenta hacer", dice Oscar Hernández, director musical del espectáculo. "Siempre está buscando cosas nuevas, agotando las posibilidades. Y luego suele decir: 'Oh, supongo que era mejor como lo teníamos'. Pero hasta que no hace 18 millones de cambios, no se conforma''.
También hubo un momento, con todo el reparto y la banda de ''Capeman'' a su lado, en que Simon ''se pasó media hora moviendo la pandereta por la habitación para ver dónde sonaba mejor'', como recuerda una persona que estaba en la sala.
La ventaja del discernimiento de Simon, por supuesto, es que ha dado lugar a algunas de las canciones más memorables, sofisticadas y con más vocabulario de la historia del pop. Desde los discos inmensamente populares de Simon & Garfunkel hasta los híbridos de world-music de ''Graceland'' y ''The Rhythm of the Saints'', Simon ha producido una música tan bien elaborada -tan cuidadosamente elaborada- que parece inexacto llamarle cantautor.

Las historias de su obsesión en el estudio de grabación son fáciles de encontrar. Se dice que pasó 800 horas, en el transcurso de dos años, grabando el último álbum de Simon & Garfunkel, ''Bridge Over Troubled Water''. En 1990, con ''The Rhythm of the Saints'' listo para salir a la venta a tiempo para la fecha límite de los Grammy, donde Simon tenía la oportunidad de ganar un cuarto premio al Álbum del Año; en el último momento, decidió que no estaba contento con la secuencia de las canciones, y retrasó el disco. (Al año siguiente, Simon fue derrotado por Natalie y Nat King Cole).
Para Simon, el estudio era un santuario perfecto, entre otras cosas, de una vida personal a menudo agitada. Sobre todo, era un lugar de control supremo para alguien que, a pesar de sus objeciones, nunca se ha sacudido la etiqueta de perfeccionista.
¿Por qué ha decidido adentrarse ahora en el teatro musical, la más colaborativa y menos controlable de todas las artes?
Cada vez que se lo pregunto, responde de forma diferente. Dice que después de grabar y salir de gira con ''Graceland'', colaborar en un musical no es tan difícil. (''¿Has contado alguna vez el número de personas que aparecen en los créditos de ese disco?''). Dice que después de conseguir que Olodum, el grupo brasileño de percusión, tocara en "The Rhythm of the Saints", no se sintió intimidado por los escollos de Broadway. (''Escucha, las negociaciones con Olodum fueron tan complejas como esto, y tuve que hacerlo en portugués, y son tipos con pistolas'').

No dejé de creer en esas respuestas. Pero, como Paul Simon es más sincero cuando es más personal, algo que me dijo a finales de octubre me sonó más a verdad. Se lo volví a preguntar: ¿Por qué Broadway? "Porque", dijo, "no quería ser 'ese tipo que tocaba en Central Park'".
No quería ser un trovador de mediana edad, es decir, un acto nostálgico de un solo hombre (u ocasionalmente de dos), tocando canciones de las que estaba harto para gente que las trataba como textos sagrados. Pero escribir un musical para Broadway, ese extraño y arriesgado negocio, puede ser una invitación al fracaso. Además, el cambio es difícil para un hombre de 56 años, y parece improbable que Simon se decidiera de repente a una colaboración típica en Broadway, donde el compositor se desentiende una vez que ha terminado de componer. Así, al menos, es como se supone que funciona.

La idea de ''The Capeman'' se le ocurrió a Simon hace 10 años. ""Simplemente pensé "Oye, el asesinato del Capeman, sería un buen musical"", dice.

El Capeman era un puertorriqueño de 16 años llamado Salvador Agrón. Había crecido conflictivo y salvaje, se mudó a Nueva York con su familia, se unió a una banda llamada los Vampiros y, una noche de verano de 1959, vestido con una llamativa capa negra, apuñaló hasta la muerte a dos adolescentes blancos en Hell's Kitchen. "West Side Story" acababa de estrenarse en Broadway, y cuando Agron fue capturado tras una persecución por toda la ciudad, los tabloides lo presentaron como la amenaza puertorriqueña hecha realidad. No fue de gran ayuda para su causa: "No me importa si me chamuscan", dijo a la policía. "Mi madre podría mirarme".
De hecho, Agron fue condenado a la silla eléctrica, convirtiéndose en el criminal más joven de la historia del estado en recibir una pena de muerte, pero más tarde el gobernador Nelson A. Rockefeller se la conmutó. En la cárcel, Agron se rehabilitó. Se convirtió en escritor, cristiano renacido, marxista y figura célebre de la izquierda. Salió en libertad condicional en 1979 y murió en el Bronx siete años después, de un aparente ataque al corazón, a los 42 años.

Estos fueron los elementos que atrajeron a Paul Simon a la historia de Agron: asesinato, remordimiento y redención. Pero lo que más intrigaba a Simon era la posibilidad de combinar esos temas con el doo-wop, el rock-and-roll y la música puertorriqueña que llenaban las calles de la ciudad cuando él y Agron eran adolescentes.

La carrera de Simon acababa de renacer cuando le asaltó la idea de Capeman. A principios de los 80, había estado coqueteando con la irrelevancia y, lo que es peor, con el escarnio. La imagen de chico universitario poeta no había resistido bien; se burlaban de él por pretencioso, un hombre pequeño con un ego exagerado, su música demasiado suave, sus ideas liberales demasiado familiares.

En 1986 respondió con ''Graceland'', un disco con el que, según dice ahora, sólo pretendía satisfacer sus propias curiosidades. "Nadie me prestaba atención en aquel momento", dice. "Mi anterior disco, 'Hearts and Bones', había sido un fracaso".
"Graceland" era un impresionante pastiche de ritmos africanos y nostalgia americana que llegaría a vender 11 millones de copias. Simon volvía a ser objeto de atención, y no toda bienvenida: por haber popularizado la música sudafricana, se le tildó de violador cultural, de "carpetbagger" musical. Las críticas dolieron; tardó cuatro años en publicar otro disco, ''The Rhythm of the Saints'', de influencias brasileñas. A pesar de los ataques, el disco fue bien recibido y llegó a vender casi cinco millones de copias.

En los últimos siete años, Simon se ha dedicado a escribir su musical con la esperanza de que el trovador de mediana edad cayera en el olvido. Pero la semana que viene publicará por fin un nuevo disco, una docena de canciones de ''The Capeman'', la mayoría de las cuales canta el propio Simon.

De niño en Queens, Simon no sentía gran amor por los musicales de Broadway (ni lo siente ahora). Pero sí se enamoró de la música, pronto y con fuerza, y vio en la historia de Capeman un medio para volver a sentir ese amor. Este proyecto, sabe, también será atacado. Los familiares de las víctimas ya le han acusado de convertir la vida de un asesino adolescente en un seductor paisaje de ensueño doo-wop; grupos latinos le han atacado por perpetuar el estereotipo del salvaje matón puertorriqueño.
Simon se pone de mal humor cuando se habla de ello. "Si me preguntan a mí", dice, "se trata de un increíble amor por el sonido. Todo gira en torno a la música. La historia, creo, es una historia interesante. Pero no soy sociólogo, ni siquiera dramaturgo. Como compositor, me interesan las cosas que me gustan, y esto trata de cómo me enamoré de la música y de quién era yo cuando ese amor surgió. Y la recompensa para mí es que aquí está esta cultura coexistente a la que no presté atención cuando era niño. Siempre fui vagamente consciente de la música latina, porque en aquella época mi padre era director de orquesta y tocaba en el Roseland Ballroom, y el otro grupo que tocaba allí era un grupo latino. Así que estos son los sonidos que están al principio de mi memoria''.

Pero ''The Capeman'' también trata de dejar atrás su pasado. Simon tuvo su primer éxito discográfico, con Art Garfunkel, hace 40 años (entonces se llamaban Tom and Jerry, y la canción era ''Hey, Schoolgirl''). Desde entonces, a través del ascenso y la ruptura del dúo, sus triunfantes pero amargas reuniones y la carrera en solitario de Simon, éste ha llegado a ahogarse con su fama. "Cuando Simon y Garfunkel se hicieron famosos", dice, "me gustó, mucho, y fue divertido durante mucho, mucho tiempo. Hasta que se volvió muy desagradable. Los medios de comunicación cambiaron, todo el clima del país cambió. La New York Magazine publicó un artículo de portada sobre Central Park West y dio la dirección de todo el mundo... Quiero decir, tengo hijos. Pero no hay nada que puedas hacer al respecto, y es una gran interferencia con la calidad de tu manera de pensar. A menos que seas un genio" -hace una pausa, para dar a entender que no lo es- "si sólo tienes talento o sólo eres inteligente, tienes que trabajar muy, muy duro, tienes que concentrarte de verdad en lo que haces".
Le pregunto si es por eso por lo que pensó primero en un musical, para poder seguir escribiendo sin estar a la vista del público. "No", responde, "pero no tardé en darme cuenta de que lo hacía por eso. Quería hacer algo que no implicara todas las cosas que odio hacer''.

Las cosas que odia hacer: promocionarse, que le hagan preguntas estúpidas y actuar en directo. Hace unas semanas, tuvo la oportunidad de combinar las tres cosas. Su representante, Dan Klores, le había convencido para que grabara un programa para la serie ''Storytellers'' de VH1 (que se emitirá el 23 de noviembre), en el que un compositor interpreta su música y responde a las preguntas del público. La actuación de Simon fue, dependiendo de cómo se vean estas cosas, o bien mordazmente honesta o simplemente mordaz. Estuvo divertidísimo, burlándose de los educados aplausos que interrumpían los primeros compases de sus viejas canciones y respondiendo a las preguntas sobre Simon & Garfunkel. (''No hay nada de valor ahí'', dijo rotundamente cuando alguien le preguntó por un nuevo "box set" de Simon & Garfunkel que incluye rarezas tempranas). Tras unas cuantas preguntas más, alguien de la última fila levantó la mano. "Ah, el grupo de las buenas preguntas", dijo Simon. Entonces, una mujer rubia se levantó, se identificó como cantante y dijo que acababa de grabar su primer CD. Pero estaba bloqueada por el negocio de la música, y pidió consejo a Simon.
Simon gimió. "¿Cantas lo que quieres cantar?", le preguntó. Ella respondió que sí. "¿Entonces cuál es el problema?”
Más tarde, incluso Klores regañó a Simon por ser tan cruel. "Mira", me dijo Simon al día siguiente, "no me gusta herir los sentimientos de la gente. Pero estaba pensando, esa es una pregunta inapropiada. Puede que sea una situación artificial, pero no se trata de ti ni de tu carrera. ¿Por qué debería centrarme en una cuestión que no me interesa?”
Un argumento totalmente defendible. Pero, ¿para qué grabar un programa de preguntas y respuestas si no vas a quedar bien con el público? Esto es lo que hace que algunos se pregunten si Paul Simon ha sido ''Paul Simon'' durante tanto tiempo que no hay mucho margen para la maleabilidad. Y construir un musical de Broadway es cuestión de maleabilidad y de compartir la carga con músicos y actores, productores y publicistas, un director, un escenógrafo, un orquestador y, en el caso de ''The Capeman'', un coguionista, Derek Walcott, poeta galardonado con el Nobel. ¿Podría Simon aprender a llevarse bien con tantos otros?

"Si lo que todo el mundo dice de Paul es un eufemismo de competitivo, entonces sí, es ferozmente competitivo", dice Lorne Michaels, productor ejecutivo de "Saturday Night Live" y viejo amigo. "¿Pero se atiene a las reglas? Por supuesto que sí. ¿Es justo y generoso? Por supuesto. Creo que la razón por la que hace este espectáculo es simplemente porque él es así, es un artista, aunque esa sea la parte de la que probablemente se sienta menos cómodo hablando. Es muy valiente y, en cierto modo, tiene que arriesgarse".

 

La primera vez que me senté a hablar con Simon fue hace dos años, en su estudio casero. Está situado en un amplio salón, con una chimenea y un pequeño bosque de guitarras. Al principio, es un conversador cauteloso, implacablemente analítico, punzante en ocasiones. (Su respuesta favorita: "No veo por qué es una pregunta tan interesante"). Cualquiera que pase un poco de tiempo con Simon no puede evitar notar en él una cierta cualidad de "no me mires, no me mires, por favor, ¡mírame! Te dice que hablará de su música, pero no de su vida. Cinco minutos más tarde, suelta un detalle íntimo y te mira a los ojos para ver qué te parece.
En ese momento, ''The Capeman'' sólo existía en cinta. Era una colección de canciones de intensa polinización cruzada: Plenas y mambos puertorriqueños, rock and roll de corte vanguardista y doo-wop satinado, con música coral y country and western arrastrándose por los bordes. Mientras la cinta rodaba, Simon narró la acción de la obra. Luego empezó la historia desde el principio, contándome cómo había surgido su última obsesión musical.

En 1967, un estudiante universitario del Bronx llamado Carlos Ortiz paseaba por Central Park cuando vio una cara que reconoció. ¿Es usted Paul Simon?", le preguntó. Ortiz era un fan, y Simon, encantado, llevó a Ortiz a su apartamento para escuchar ''Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band''. Era el tipo de cosas que Simon hacía entonces. "Creo que entonces estaba colocado de LSD", recuerda.
Siguieron siendo amigos ocasionales y se encontraron más de 20 años después. Ortiz acababa de rodar un documental sobre la historia de la música latina y el jazz en Nueva York. Simon le dijo que estaba trabajando en un nuevo proyecto, también sobre música latina, y le preguntó a Ortiz si podía ayudarle.
Salvador Agrón ya había muerto, pero Ortiz presentó a Simon a personas que habían conocido a Agrón en la cárcel. Le dio a Simon discos de salsa y mambo y buscó en los periódicos en español historias sobre el asesinato de Capeman. Juntos visitaron a la madre de Agron, Esmeralda, en Puerto Rico. En cinco minutos, ella describió un sueño que había tenido sobre su hijo Sal entrando en el cielo, que Simon convertiría en 'Esmeralda's Dream', la canción final de 'The Capeman'.
Ortiz, que sigue siendo amigo del proyecto ''Capeman'', puso entonces a Simon en contacto con algunos de los mejores músicos latinos de Nueva York. Simon se sentó con ellos, escuchando más que tocando, estudiando los ritmos y las posibilidades melódicas. Al poco tiempo, había escrito su primera Plena, ''Born in Puerto Rico'', en la voz de Salvador Agrón.

El método de composición de Simon había evolucionado mucho a lo largo de los años. Como la mayoría de los compositores pop, solía empezar con una melodía vocal, o un riff de guitarra que conducía a una melodía vocal, y luego construía una canción en torno a ella. Con el tiempo, aprendió a abordar una canción desde el otro extremo: en ''Graceland'' y ''The Rhythm of the Saints'', construía a partir del ritmo. Formaba una banda, grababa un conjunto de pistas rítmicas y vivía con ellas durante meses. La melodía y la letra llegaban al final, como el invitado de honor a una fiesta ya de por sí animada.
Eso, en parte, es lo que hace que esos discos sean tan característicos: las canciones son contagiosas incluso cuando no se canta. El oído se engancha a una línea de bajo burbujeante o a una guitarra que quita el hipo, y entonces llega esa voz, quejumbrosa o chulesca o irónica.
Ahora empezó a aplicar ese método a la música puertorriqueña. Pero sabía que necesitaba ayuda. Escribir canciones narrativas basadas en personajes ya era bastante difícil; estructurar un musical era algo que le superaba.

Simon se había convertido recientemente en un admirador de la poesía de Derek Walcott. Walcott, Premio Nobel en 1992, estaba considerado uno de los mejores poetas vivos, y combinaba la formalidad de la literatura clásica con un conmovedor matiz caribeño. Simon pronto supo que Walcott también había escrito y dirigido muchas obras de teatro, y que dirigía su propia compañía teatral en Trinidad. Simon pensó que no estaría de más que un musical con personajes puertorriqueños tuviera una sensibilidad caribeña.
Simon organizó una presentación y, una vez que se hicieron amigos, le preguntó a Walcott si le gustaría colaborar. Para sorpresa de Simon, aceptó.
"No creo que hubiera trabajado con nadie más que con Paul Simon", dice Walcott. Antes de conocerle, siempre pensé que era un poeta excelente. El primer verso de 'Graceland' es genial: The Mississippi Delta was shining like a National guitar/ I am following the river down a highway through the cradle of the Civil War'. Eso es Whitmanesco, o incluso Hart Crane. Lo que también me gusta mucho es lo judía que es su escritura: es étnicamente muy provinciana, deliberada. En otras palabras, se trata de alguien que nunca ha perdido totalmente su identidad. Puede ir a Sudáfrica, o al Caribe, y sigue siendo un cantante judío''.

Simon nunca había colaborado de este modo. Incluso su famosa asociación, dice, no era del todo una asociación: ''Con Artie no había mucha colaboración. Era un tipo muy enriquecedor, un gran fan, le encantaba una canción, quería meterse en ella y cantar la armonía. Pero no escribía''.

La colaboración entre Walcott y Simon no empezó sin problemas. Para empezar, Walcott odiaba el personaje de Salvador Agrón. Al final, dice: "Te das cuenta de que lo que estás escribiendo no es sólo sobre un tipo que cometió un crimen concreto. Comencé a sentirme atraído por la idea de que este tipo encontrara una vía de escape o, cómo se diría, una liberación''. Walcott también tuvo que aprender a manejar a Simon: cuándo dejarlo solo unos días y cuándo presionarlo.
Simon también estaba tanteando el terreno. "Durante los seis primeros meses", dice, "Derek escribía una línea, y si no me gustaba, no sentía que pudiera decirlo, o decía: 'Bueno, supongo que está bien'. O Derek quería escribir un poema o una letra y ponerle música, pero yo tenía que decir: 'No, primero viene el sonido. Aquí tienes cuatro ejemplos de aguinaldo. En tu mente, ¿con cuál oirías hablar al personaje? '. Y él decía: 'No, esa música es demasiado cañera, esa es demasiado movida, esa es'.
''Luego la cogía, la investigaba, le daba una forma y seguía trabajando en la letra. Yo no iba a interponerme en el camino de Derek cuando escribiera una canción sobre un paisaje caribeño, como tampoco lo haría conmigo cuando escribiera una canción sobre las calles de Nueva York, pero nos retocábamos mutuamente''.
Juntos, Simon y Walcott trabajaron en la estructura del musical. Lo que empezó a surgir fue una obra de memoria operística, con casi toda la historia contada en canciones. Comienza con la salida de Agron de la cárcel, luego se remonta a su infancia en Puerto Rico, su adolescencia en Nueva York, su estancia en prisión, una visita surrealista al desierto de Arizona y de vuelta a casa, a Esmeralda. La música es de Simon, y el libreto de Simon y Walcott. Las letras de las canciones, dicen ambos, están compuestas al 50% por Simon y Walcott, aunque han sido revisadas durante tanto tiempo que es imposible saberlo con certeza.

 

Simon no tenía prisa por estrenar el espectáculo. Hacía poco que se había vuelto a casar, con la cantante pop Edie Brickell, con la que ahora tiene un hijo de 4 años y una hija de 2. (También tiene un hijo de 25 años, Harper, de su primer matrimonio, y ningún hijo de su segundo, con Carrie Fisher). Simon se tomaba en serio su segunda ronda de paternidad. Jugaba con los niños por la mañana, escribía unas horas y terminaba a última hora de la tarde. De vez en cuando, volaba a Santa Lucía, donde Walcott tiene una casa, para colaborar. De vuelta a Nueva York, Simon formó una banda para grabar las nuevas canciones. Al final invirtió casi un millón de dólares en el estudio y la mayor parte de los cinco años que duró la grabación, y obtuvo algo mucho más parecido a un disco acabado que a una maqueta tradicional de Broadway.
Estas cintas se convirtieron en el armazón del espectáculo de Broadway. En lugar de entregar un guión y una partitura a un director, el plan de Simon consistía básicamente en entregar una versión acabada de un musical, que una banda y un reparto intentarían reproducir. Esta fue la primera señal de que, aunque Paul Simon estaba escribiendo un musical que quería representar en Broadway, no sentía el deber de seguir las reglas de Broadway.
Había otras señales. Aunque podía permitírselo fácilmente, Simon no estaba interesado en montar una producción por vanidad. Pero sí quería el control artístico y financiero. Así que tendría que encontrar productores dispuestos a dejar dinero en el monedero mientras él manejaba los hilos. Peter Parcher, su abogado de toda la vida, y Dan Klores, su representante y amigo íntimo, fueron los arquitectos del proyecto. Estos tres hombres subieron a bordo a James L. Nederlander Jr., el heredero del imperio de Broadway, y a Joseph Rascoff, antiguo director comercial de Simon. El presupuesto se estimó entre 8 y 10 millones de dólares; Simon puso unos cuantos millones de su bolsillo para empezar, con la intención de reponerlos cuando llegaran los inversores. Nederlander reuniría hasta dos tercios del dinero, y Rascoff y su socio el resto.
Pronto se unió a este grupo Brad Grey, productor de cine y televisión, que puso algo de su propio dinero. El espectáculo contaba con muchos productores, pero ninguno que supiera realmente cómo montar un espectáculo de Broadway. (Nederlander, a pesar de su procedencia, se considera menos un estratega teatral que alguien con acceso a un grupo de inversores). Simon se reunió con Dodger Productions, una de las productoras con más éxito de Broadway. Los Dodgers le aconsejaron que contratara a un director inmediatamente y que no dedicara tanto tiempo y dinero a grabar la música. "Les dije: 'Lo que me están diciendo es que no sé lo que estoy haciendo'", recuerda Simon. "Y mientras aún estoy en el proceso creativo, eso me perjudica".

Simon decidió prescindir de la experiencia de Broadway. Pero incluso sus propios productores empezaron a ponerse nerviosos. Rascoff, poco después de firmar, envió a Simon una carta sugiriéndole que podría ser difícil encontrar inversores si los productores no tenían control financiero sobre el proyecto. Al parecer, Nederlander pensaba lo mismo. Simon, que conocía a Rascoff desde hacía años, se enfureció porque Rascoff recurriera a una carta. Simon insistió en que su acuerdo se mantendría y, durante un tiempo, así fue.
Con la mayor parte del espectáculo grabado, Simon estaba por fin listo para elegir un director. Invitaba a los candidatos, ponía la cinta y narraba la acción tal y como él la imaginaba. "Es lo más tentador del mundo, sobre todo si eres fan de Paul", dice Robert Falls, director artístico del Goodman Theater de Chicago.
A Falls le encantó el material y quedó impresionado por el sentido teatral de Simon, pero no consiguió el trabajo. Otros directores de renombre rehuyeron el encargo por miedo a verse atados de pies y manos. Mientras Simon entrevistaba a un candidato tras otro, se corrió la voz en la comunidad de Broadway: Simon no buscaba un director; buscaba un director de escena cualificado.
Finalmente se decidió por Susana Tubert, una aclamada directora argentina de 38 años. Pero, en otro indicio de que Simon no prestaba atención al procedimiento habitual de Broadway, la directora fue el último miembro del equipo creativo que contrató. Simon se había enamorado de los bailes de Mark Morris y lo contrató como coreógrafo del espectáculo. En realidad, primero le preguntó a Morris si consideraría dirigir "The Capeman". Tenía sentido: La coreografía de Morris es musicalmente astuta; también había montado varias óperas, y el musical de Simon, aunque no soporta la palabra, es claramente operístico. Pero Morris rechazó a Simon: estaba demasiado ocupado con su compañía de danza para dirigir un musical. Haría un hueco para la coreografía del espectáculo, y nada más.
A continuación, Simon contrató a un escenógrafo, un irlandés llamado Bob Crowley, cuyo trabajo Simon admiraba por la puesta en escena de "Carrusel" en el Lincoln Center Theater. También eligió a dos de los protagonistas de la obra: Rubén Blades, el intenso cantante y actor panameño (y ex candidato a la presidencia de Panamá), como Salvador Agrón adulto, y Marc Anthony, una sedosa y carismática estrella nuyorican [mezcla de Neoyorquino y puertorriqueño] de la salsa, como Sal adolescente.
Tubert, que no había intervenido en estas decisiones, recibió el encargo de ayudar a Simon a elegir el reparto del resto del espectáculo, unos 40 artistas para cubrir más de 70 papeles. Buscaba sobre todo grandes cantantes, en su mayoría jóvenes y preferiblemente latinos.

 

Es una tarde de verano, hace más de un año, en un pequeño local de Chelsea. Simon, Tubert, Walcott y algunos otros están sentados frente a un desfile de aspirantes. Lo único que tienen en común es un entusiasmo casi sobrenatural: "Graceland me cambió la vida", declara un cantante antes de arruinar sus posibilidades con un "Be-Bop-a-Lula" sobreactuado.
"No cantes eso, no cantes eso", le dice Simon, haciéndole señas para que se vaya.
Después de que otro cantante abandone la sala, Simon se dirige a Tubert: "¿Por qué trajiste a ese tipo, qué le viste?".
"Su voz", dice, " El falsete". En primer lugar, aún no sé qué está pasando en la obra, de verdad que no lo sé''.
Parece una queja extraña, viniendo de la directora del espectáculo, pero es verdad. Simon y Walcott han estado acaparando el guión. Tubert también sospecha que Walcott está interesado en dirigir él mismo ''The Capeman''.
Otro aspirante, luego otro. Stanley Silverman, el orquestador del espectáculo, se dirige a Simon. "Bonita voz, ¿eh?" le pregunta, esperanzado.
"Sí", responde Simon, "pero es un poco ligera y no se oye muy bien. Tiene un amplio vibrato... no va a mezclarse con las armonías. Tiene un aspecto estupendo, pero su 'calle' es muy ingenua, sacada de las películas''.
Silverman y Tubert intercambian una mirada; ¿es posible que un compositor sea tan difícil de complacer?
Finalmente, hacen una pausa. "Dios, odio este trabajo", dice Simon. "El rechazo constante es demasiado".
"Sí", dice Walcott. "¿Conoces esa frase de E. E. Cummings? 'Es un amigo. ¿Sabes por qué? No intentó venderme ningún seguro'''.
Forman una extraña pareja: Simon, diminuto, pálido y con cara de póquer, Walcott, corpulento y de piel más oscura, sonríe esperanzado. Simon lleva vaqueros negros, una camiseta y, como siempre, una gorra de béisbol. (Pronto, sin embargo, Simon prescindirá de la gorra y, lo que es más significativo, del peluquín que lleva desde hace años). Walcott, a sus 67 años, ha demostrado ser una fuerza estabilizadora para Simon. Se han unido estrechamente desde los accidentados primeros días de su colaboración, especialmente desde la muerte del padre de Simon en 1995. Simon tuvo una relación complicada con su padre, que además de músico era profesor. Para Lou Simon, el afán de su hijo por el arte -y la fama- era una actitud egoísta; Paul sigue recordando esas conversaciones con regularidad.
En cinco minutos, vuelven a la carga. El siguiente cantante está muy nervioso, con vaqueros ajustados y un flequillo negro azabache que le tapa los ojos. Simon le interrumpe tras ocho compases de una melodía pop empalagosa. "¿De quién era esa canción?” pregunta Simon, amablemente, como si le interesara.
"Des'ree", exhala. Entonces, ¡inspiración! "Pero me sé 'Bridge Over Troubled Water'", dice, moviendo la cadera.
Simon mira por encima de sus gafas. "Cántala bajo tu propio riesgo", dice, y se hace el silencio... hasta que Simon se ríe y todos se le unen. El nervioso cantante también se ríe y le piden que se vaya.

A finales del verano de 1996, se eligió a la tercera protagonista, Esmeralda Agron: Priscilla López, la veterana de Broadway más conocida por interpretar a Morales en "A Chorus Line". Simon y los demás lloraron en su audición.
El impulso iba en aumento. Meses antes, Simon había contratado a Stephen Eich, ex director general de la Steppenwolf Theater Company de Chicago, para apuntalar la producción desde dentro. En octubre, tal como estaba previsto entonces, Tubert dirigiría un taller de ensayos de diez semanas en el Westbeth Theater Center, en Bank Street. Simon y Walcott pasarían la primavera reescribiendo la obra, que se estrenaría en Chicago en julio y en Broadway en otoño de 1997.
El próximo taller se comería un millón de dólares del presupuesto. Nederlander y Klores me decían a menudo que estaban luchando contra los inversores, pero no era cierto. Se disponía de muy poco dinero y los costes aumentaban a diario, en parte por los ensayos de la banda que Simon realizaba ahora con Óscar Hernández, el director musical del espectáculo. "Lleva mucho tiempo formar una banda de verdad", dijo Simon, "una banda que no suene sólo como una orquesta de foso. Y eso es gran parte de lo que hará que este espectáculo sea muy diferente de todo lo demás en Broadway''.
Los posibles inversores encontraron todo tipo de razones para rechazar el proyecto. ''Se trata de un tema difícil, con un personaje central que ha matado a puñaladas a dos personas'', dijo un importante productor de Broadway que decidió no invertir. "Además, no hay nadie que controle a Paul Simon, y él es un maniático del control. No hay nadie que diga que el dinero se le está yendo de las manos: ¿quién va a decir que no a Paul Simon?".
Desde luego, no sería Susana Tubert. Simon no creía que hiciera clic; Walcott estaba totalmente de acuerdo. Varias semanas antes del taller, Tubert fue despedida. "Pensé que Susana habría tenido cierta ventaja, por ser mujer y de América del Sur", me dijo Simon, "pero era obvio que íbamos a tener que seguir reuniéndonos para hablar de lo que realmente queríamos transmitir, y era mejor hacerlo cuanto antes".
Tubert se sorprendió y se sintió insultada porque Simon no le diera la noticia él mismo. "Es muy difícil trabajar con gente que intenta redefinir la idea de colaboración", dijo. "Hay una razón por la que la colaboración teatral es como es: porque funciona".
Cuando se contrató a Tubert, el otro nombre de la lista era Eric Simonson, director de 36 años de Steppenwolf. Había dirigido "The Song of Jacob Zulu", un musical con Ladysmith Black Mambazo, el grupo vocal sudafricano con el que Simon había colaborado en "Graceland". Simonson recibió la llamada. Estaba terminando un espectáculo en Chicago, pero llegaría a Nueva York justo a tiempo para el taller de ''Capeman''.
En una semana, el taller de Westbeth funciona a pleno rendimiento. Óscar Hernández dirige la banda mientras Eric Simonson prepara la extensa escena del Puerto Rican Day Parade. Simonson creció en Wisconsin; es extremadamente afable, dispuesto a escuchar cualquier sugerencia. Ruben Blades, con la boina baja, busca una mano más dura: "Dígame adónde tengo que ir, qué tengo que hacer y lo haré", le dice a Simonson.
En otra sala de ensayos, Simon sostiene una guitarra, rodilla con rodilla con los actores que interpretan al padrastro y a la hermana de Sal. Simon actúa como compositor y director, transmitiéndoles las motivaciones de sus personajes. "Hablamos de los españoles", explica Simon. "El padre gobierna con puño de hierro. Sal recibía golpes todos los días de su vida, de todas las personas con las que entraba en contacto''.
Los miembros del reparto son, en su mayoría, jóvenes, entusiasmados y latinos. Varios de ellos son nuyoricans, y muchos mencionan ''West Side Story'' -cuánto odiaban su descripción de los puertorriqueños- y cuánto les gusta la música que ha escrito Simon. Marc Anthony, de 29 años, es una de las mayores estrellas de la salsa del mundo, un rompecorazones, un galán y quizá el artista más entusiasta del espectáculo. Se tomó un año sabático para hacer ''The Capeman''. Simon, que nunca ha sido un mentor, ha tomado a Anthony bajo su protección. En público, lo compara con un joven Sinatra; en privado, le da consejos. Anthony me habla de una crítica reciente de un concierto en la que se le describía como el vecino de al lado. Paul me llamó y me dijo: 'Tienes que tener cuidado con ese tipo de cosas'. Para Sal, tienes que ser visto como un tipo duro'. Luego hice una película, 'The Substitute', y el personaje era un auténtico... perdona mi inglés... capullo, y pensé en Paul durante todo el rodaje. Él la vio el otro día y me dijo: 'Muy bien, eso está bien, estoy convencido de que eres un malote'".

Aunque Simon ha seleccionado a casi todos los miembros de la producción, todos están nerviosos por conocer los límites. Andan de puntillas alrededor de Simon, aprendiendo a formular las preguntas con cuidado, no vaya a ser que una petición parezca un desafío. Perciben que Simon tiene una visión en la cabeza, pero no la conocen. Simon pasa la mayor parte del tiempo acurrucado con Walcott; cuando entra en el ensayo, es como si el profesor hubiera vuelto al aula.
En la gran sala, puede ser difícil saber quién dirige las cosas. Simonson controla las escenas, pero cuando Simon entra e inevitablemente empieza a hacer sugerencias, la atención del reparto se desplaza hacia él. Simon admite que no sabe mucho de puesta en escena, pero plantea preguntas a Simonson: "Sal no debería sonreír aquí, ¿verdad? ¿Por qué esos bailarines parecen elefantes moviendo la trompa?” Simonson escucha, sonríe, se adapta; sabe que el primer paso es ganarse la confianza de Simon.
Walcott también aporta muchas sugerencias. Como sospechaba Susana Tubert, está interesado en dirigir la obra. A juzgar por los consejos que le da a Simonson, desde los demasiado literales a los demasiado vagos, Walcott no parece el hombre adecuado. Simonson, tras varios roces con Walcott, sugiere que sería mejor que Walcott se hiciera más discreto. Pero éste se niega, y Simon deja claro que Walcott tiene derecho a vigilar su trabajo.
Mark Morris, por su parte, se ve prácticamente reducido a animar. Como coreógrafo, no puede hacer mucho hasta que la dirección tome forma. Se siente cada vez más frustrado por la lentitud del ritmo, y eso no hace sino aumentar el malestar de Simonson.
Aun así, el espectáculo se está poniendo en marcha y Simon le dice a Simonson que está contento con lo que está viendo. Le pregunto a Simon si está sorprendido por el progreso, y oigo en mi voz el mismo tono cauteloso que se ha convertido en la norma aquí.
"Sí", dice, "sorprendido y asombrado, a pesar de que he puesto mucho empeño en escribir todas las partes. Pero, según mi experiencia, la previsión rara vez excluye la posibilidad de un desastre''.

 

En diciembre del año pasado, el primer acto está listo para su presentación. Cuarenta invitados -los productores, algunos agentes, amigos y familiares- se apiñan en las gradas de madera de la gran sala de Westbeth. Es sólo un ensayo, sin vestuario ni decorados, pero tras siete años de germinación privada y meticulosa, ''The Capeman'' está a punto de recibir su primera noche de estreno, y la sala tiembla en consecuencia.

Simon no sabía que tantos desconocidos estarían hoy aquí. De repente, lo que está en juego es más importante. Se sienta en una larga mesa junto a Walcott. Los dos llevan gorras de béisbol y sujetan lápices sobre blocs amarillos.
La primera canción, como la mayoría del espectáculo, es un hábil híbrido: una quejumbrosa melodía pop estadounidense que se entrelaza con una nana puertorriqueña. Esta primera melodía, tan gratamente dulce-triste-dulce, es inconfundiblemente Paul Simon. Los invitados se inclinan hacia delante. La puesta en escena es todavía rudimentaria, pero cada canción crea su propio mundo: el desfile del Día de Puerto Rico; la choza del cura de Santería en Puerto Rico que predice el futuro asesino de Sal; el barrio neoyorquino donde Sal se enamora y se une a la banda de los Vampiros; el patio de recreo de Hell's Kitchen donde mata a los dos adolescentes.

Simon observa impasible. Toma notas. Como siempre, parece prestar más atención a la banda que a los actores. Durante una canción, se acerca y murmura unas palabras a Bobby Allende, percusionista. En un minuto, Simon vuelve a ponerse en pie, agitando los brazos frenéticamente: Se supone que Allende debería estar tocando las maracas. Dos canciones más tarde, Simon vuelve a enfrentarse a Allende, le da una pandereta y le mira con rabia.
Al final de la última canción, un grito en clave menor ambientado en una iglesia pentecostal, el público ya está convencido. Simon está rodeado. "A mi gente le va a encantar", dice una mujer de la agencia de publicidad que se encargará del mercado latino. "Es auténtico, es estupendo".
Dan Klores luce una sonrisa de oreja a oreja. Le pregunto qué le ha parecido. "¿Me tomas el pelo?", exclama. "Ha sido fantástico. En cuanto aparezcan los decorados y Mark Morris ponga algo más de danza, ¡guau! Va a arder, va a echar humo".
Derek Walcott también está radiante, al igual que los productores y los actores. Simon, después de haber sido felicitado por todos, acaba quedándose solo cerca de la batería. "Debes de estar contento con lo que acabas de ver", le digo.
Parece como si acabara de tragar pasta. "No", dice en voz baja, "no me ha gustado nada". Le pregunto qué le pasa, pero sólo puede sacudir la cabeza, y me encuentro en la incómoda situación de sentir lástima por Paul Simon, un hombre cuyo sentido del oído y de sí mismo están tan finamente calibrados que cualquier cosa que no sea brillante es catastrófica.

Cuando se vació el local de ensayo, el grupo de expertos de ''Capeman'' celebró una autopsia. Todos se sentaron alrededor de una mesa menos Simon, que se paseaba. "El miedo en la sala", recordaría Simonson, "era tan intenso".
Simon fue invitado a hablar primero. "No deberían preguntarme", dijo, "porque no vi nada que me gustara". Luego hizo una lista: Los actores no retenían sus pasos, cantaban las notas equivocadas, no había suficiente movimiento físico.
Simonson aseguró a Simon que esos problemas se solucionarían: eran el resultado natural, explicó, de contar con un reparto tan joven e inexperto. El taller es un proceso, le dijo a Simon, y se necesita tiempo para que evolucione.
Esa noche, Simon y Mark Morris celebraron su propia reunión en el apartamento de Morris, junto con Barry Alterman, que dirige la compañía de danza de Morris desde hace 13 años. Durante el taller, Alterman se había convertido en un aliado de Simon, un partidario amable pero franco.
Ahora Alterman dijo que pensaba que el ensayo había sido un desastre. "Has cometido un gran error", le dijo a Simon. "Tienes que tirar lo que tienes y cortar por lo sano, verlo como dinero tirado a la basura o dinero bien gastado para ver un error, un error millonario". Alterman dijo que sospechaba que Simon estaba tan nervioso por la alteración de su visión del espectáculo que, en lugar de contratar a un director con un punto de vista sólido, contrató a alguien sin punto de vista alguno.
Simon estaba destrozado... y aliviado. La mayoría de sus objeciones al taller tenían que ver con la banda, y podía articularlas. Pero no tenía ni el vocabulario ni la confianza para criticar la puesta en escena. Básicamente, Alterman le había dado permiso a Simon para sentir lo que realmente sentía. "Bueno", dijo Simon, "supongo que ustedes saben mucho más de esto que yo". La reunión duró cuatro horas. Alterman sugirió cancelar el taller mientras buscaban a un director más dinámico (insistió en que Morris seguía demasiado ocupado para aceptar el trabajo), pero Simon pensó que eso desmoralizaría al reparto.
A las seis de la tarde del día siguiente, Stephen Eich, que conocía bien a Simonson de Steppenwolf, llamó a Eric Simonson para que saliera del ensayo. Fueron a Ernie's, un restaurante del Upper West Side, donde Eich le dijo a Simonson que estaba fuera.

Simon decidió que Morris y Walcott fueran codirectores durante las dos últimas semanas del taller. Morris gustó inmediatamente al reparto. Les pareció más carismático que Simonson, más mordaz pero más divertido. "Poneos nerviosos", les decía a los actores antes de una escena, "pero no os rompáis un vaso sanguíneo". Y después de un error: "Es mejor estar preparado antes de que ocurra algo que después de que haya empezado".
Pero, con Walcott también montando algunas escenas, Dan Klores estaba preocupado. Si Walcott se postulaba para dirigir el espectáculo -seguramente nadie más lo haría-, la lealtad de Simon podría hacer difícil decir que no.
Klores sabía que no debía enfrentarse directamente a Simon. En su lugar, plantó una semilla con Barry Alterman: ¿Estás seguro de que Mark Morris no puede buscar tiempo para dirigir este espectáculo?
Simon, por su parte, estaba tan abatido por el desarrollo del proyecto que, aunque no se lo dijo a nadie, estaba dispuesto a abandonarlo. Su confianza estaba destrozada; no podía dormir bien, no podía resolver los problemas del espectáculo. Sentía que no tenía a nadie con quien hablar: no estaba lo suficientemente unido a Morris, y Walcott no estaba al mismo nivel musical.
Simon tuvo que esforzarse para volver a reunirse con los directores. Un día, en un ensayo, le dijo a Barry Alterman que dos grandes directores estaban interesados. Alterman preguntó si podía hablar con Simon en privado. Todas las salas de ensayo estaban llenas, así que se apiñaron en una escalera, con la basura por los tobillos.
"Creo que Mark Morris debería dirigir este espectáculo", le dijo Alterman a Simon.
''Whoa,'' dijo Simon, ''Pensé que no quería dirigir.''
"Todavía no lo sabe", dijo Alterman.
Simon estaba encantado con la perspectiva. Había admirado el gusto y la energía de Morris desde el principio. Esa noche, tomando unas cervezas en el White Horse, Alterman se sentó con Morris y le planteó la idea, incluso esbozando cómo tendrían que ajustar la agenda de Morris para los próximos 12 meses.
"Bueno, ya sabes", dijo Morris, "yo podría dirigirla".
"¿Quieres hacerlo? Preguntó Alterman.
"Bueno, sí".

La crisis de confianza de Simon terminó el día que Morris aceptó dirigir el espectáculo. Alterman tenía razón: Simon, como ahora me admitió, había sido reacio a contratar a un director más sólido. Le pregunté por qué. ''Porque iba a dividir la participación de otro miembro'', dijo. ''Elegí como director a alguien que pensé que cotejaría la información del equipo, y de alguna manera canalizaría esa información a la empresa. Pero descubrí que no funciona así en absoluto''.
Simon estaba listo para un director con una gran visión. Vio que el espectáculo necesitaba un salvador, y esperaba que Morris lo fuera. El taller terminó con otro ensayo, que Simon consideró un éxito. "No podía fijarme en nada de lo que había hecho Eric y decir: 'Me ha gustado mucho'", dijo. "Pero Mark siempre hace algo que me hace pensar: 'Eso es, lo entiende', o 'Qué forma tan bonita de expresarlo'".
Ahora había otros problemas que resolver. Morris estaba ocupado hasta finales de verano, así que había que revisar el calendario de producción. Se habló de abandonar la representación fuera de la ciudad y retrasar el estreno en Broadway. Simon y Walcott emplearían el tiempo extra en terminar el segundo acto y rehacer el primero. También habría que hacer otra ronda de audiciones: Simon no estaba satisfecho con muchos de los intérpretes del taller, especialmente con Priscilla López, cuyo enfoque tradicional de Broadway tanto le había atraído al principio. López y otros 21 cantantes y bailarines, de un total de 45, fueron despedidos.

Y el dinero, como suele decirse en Broadway, se había ido de las manos. El presupuesto se disparaba hasta los 13 millones de dólares y los inversores se alejaban en masa. El primer productor en echarse atrás fue Nederlander, que redujo su compromiso de dos tercios del presupuesto a un millón de dólares. Joe Rascoff se retiró por completo. Nadie en la comunidad de Broadway les culpó: a estas alturas, "The Capeman" se consideraba un ejercicio de arrogancia autoral.

Sin embargo, mientras la parte comercial se desmoronaba, se había recuperado el impulso en la parte creativa. Bob Crowley presentó una maqueta de los decorados, atrevidos y coloridos y a menudo surrealistas. A Simon le encantaron, y sintió que el espectáculo había pasado de repente a una marcha superior. A continuación, Simon encontró a su Esmeralda: Ednita Nazario, una vivaz estrella del pop puertorriqueña a la que Marc Anthony le había estado insistiendo. Entonces, Simon, lleno de energía, decidió lanzar su propio disco ''Capeman'', principalmente canciones doo-wop y rock-and-roll, pero también ''Born in Puerto Rico''. (Klores, temiendo los ataques de los críticos latinos, intentó convencer a Simon de que no cantara él mismo esa canción, pero éste se mantuvo firme).
Por último, Simon contrató a dos hombres que se encargarían, respectivamente, de recaudar dinero y de llevar el espectáculo a Broadway. El primero era Kenneth Starr (no el fiscal), director comercial de Simon; el segundo, Edgar Dobie, presidente de la productora estadounidense de Andrew Lloyd Webber. Dobie no era conocido como un controlador: Lloyd Webber, como Simon, no es de los que ceden ante un productor. Pero bajo su supervisión, el presupuesto se redujo a unos 11 millones de dólares, gracias sobre todo a la decisión de cancelar la representación fuera de la ciudad; Dobie también recortó parte del presupuesto de producción física y renegoció el contrato de arrendamiento del teatro (con la Nederlander Organization). El nuevo presupuesto, según Dobie, permitiría a los inversores recuperar en un año el dinero de las funciones con entradas agotadas, aunque esos inversores aún no existían y la producción se seguía realizando en gran parte con el dinero de Simon.
Simon admitió ahora que había cometido un error al no contratar desde el principio a un productor con experiencia en Broadway. Habiendo visto ya los fallos de su idea del director como coordinador, se había topado con otra serie de realidades de Broadway, y las realidades ganaron.

 

En agosto, me senté a hablar con Simon en la Hit Factory, donde estaba terminando su disco. Los últimos meses habían sido una locura; los siguientes lo serían aún más. Mark Morris acababa de reanudar los ensayos, de vuelta en Westbeth. El equipo de marketing de ''Capeman'' se esforzaba por idear un argumento de venta que no glorificara ni ocultara el asesinato. Los inversores empezaban a acercarse, pero Simon tenía que poner de su parte, sentándose a cenar, por ejemplo, con el presidente del Banco Popular. Y el principal cómplice de Salvador Agrón, apodado el Hombre del Paraguas, resultó no estar muerto, como pensaba Simon, sino viviendo en el Bronx, por lo que Simon tendría que reescribir algunas cosas.

Pero Simon está más tranquilo que nunca. Habla de sus hijos, de los Yankees, de lo cómodo que se siente con Mark Morris como director. Siempre se ha enorgullecido de elegir talentos, y ahora me dice que Morris, Walcott y Crowley son, en su opinión, lo mejor que hay. "La naturaleza de la colaboración es tal que no puedes tener todo como quieres", dice. "Pero el intercambio es que recibes un montón de ideas que son mejores que las tuyas. Así que hay veces en las que tengo algún tipo de diferencia con Derek, por ejemplo, o incluso con Mark, y les pregunto: '¿De verdad te encanta? Y si es así, les digo, 'Adelante, cámbialo, no es sagrado.' ''
Simon me toca las nuevas canciones que ha escrito para ''Capeman'': un shuffle a lo Jimmy Reed, un doo-wop aderezado con un riff de guitarra de África occidental. Le pregunto si por fin está entusiasmado con el espectáculo, con este nuevo capítulo de su carrera.
"No lo veo como un nuevo capítulo, sino como una especie de resumen", dice.
"¿Un resumen?”
"Sí. Utilizo todas las técnicas que aprendí como compositor, como artista y como líder de una banda. Y mi poco de pensamiento que ha ido más allá de este espectáculo ha sido -- bueno, ¿qué pasa con la familia, ya sabes? Nos gustaría tener más hijos. Me gustaría aprender a cocinar. Me encanta ver a Derek pintar, y pienso: "Bueno, eso sería divertido, me pregunto si podría hacerlo".
¿Cocinar? ¿Pintar? Me siento como si me hubiera tropezado con el epílogo de "Spinal Tap", en el que Nigel Tufnel, un veterano del heavy metal, contempla un futuro en una mercería.
" ¿Vas a dejar de hacer conciertos?” Le pregunto a Simon.
"Absolutamente”.
"¿Y grabar?
''Eso es más o menos lo que pienso en este momento'', dice. "Estoy pensando en este show como un gran final.

A medida que ''The Capeman'' se precipitaba hacia Broadway, Simon cedía cada vez más el control a Mark Morris. Hace unos dos meses, Simon me dijo por primera vez: "Ya no tengo nada que hacer. Ahora conozco los decorados, sé dónde está la banda, dónde están los cantantes. No hay ninguna nube en el horizonte en este momento. Todo es muy musical. Y ahora la obra cobrará vida propia, con la participación de todos''.
Sus actos, sin embargo, traicionaban una y otra vez su pretendida tranquilidad. En los ensayos le decía a Morris: "No, no, no, así es como Marc Anthony debe cantar esa línea". Había un sinfín de reprimendas, un sinfín de muecas que no intentaba ocultar.

 

El lunes 27 de octubre, cinco semanas antes del primer preestreno, por fin llega el momento de la representación completa en Westbeth. Simon no está sentado en la mesa del director, sino en la primera fila de sillas plegables, abrazado a su mujer. El espectáculo aún está en bruto y algunas canciones ni siquiera se han ensayado. Simon toma varias páginas de notas, pero la mayoría son cosas sin importancia. Al final del segundo acto, incluso se escabulle del ensayo (ha llegado una manicurista para arreglarle una de las uñas que toca con la guitarra). Vuelve para el final, ve a Mark Morris dar unas notas al reparto y se va a casa a acostar a los niños.
Esa noche, por teléfono, Simon me dice que está satisfecho con lo que ha visto, que es evidente que a Morris le va a tocar sudar. "Mark empieza a sonar como yo solía sonar", dice con una pequeña carcajada.
Me pregunta si creo que el espectáculo será un éxito. Alego imposibilidad: sin decorados ni vestuario ni luces, ''The Capeman'' apenas parece aún un musical.

A finales de octubre, el espectáculo sólo vendía moderadamente. En Broadway, el solo nombre de Simon no ha producido el bombardeo de taquilla al que está acostumbrado. Simon ha escuchado las inevitables críticas de Broadway: el espectáculo fracasará, dicen los murmullos, bajo el peso del control creativo de Simon; la música puede ser genial, dicen, pero nadie de los involucrados sabe cómo montar un musical.

Simon intenta no escuchar. Espera un éxito, por supuesto, pero ya está hurgando en otra capa de recompensa. Habla de su padre durante un rato, de cómo Lou podría aprobar este proyecto. "Hacia el final de su vida, siempre decía: 'Enseña, enseña, eso es lo único importante'. Decía: 'Vale, has ganado mucho dinero, se lo has dado a toda la familia y todo el mundo te quiere, pero ese no es el objetivo'. Así que ahora empiezo a pensar, sin ponerme demasiado sensiblero ni psicológico, que todo este asunto de 'Capeman' tiene que ver con la enseñanza. No me cabe duda de que soy algo diferente a lo que empecé. Más a gusto, más seguro de mí mismo, pero más viejo. Siete años es mucho tiempo en la vida de una persona''.

 



9 Noviembre de 1997
The New York Times Magazine
Traducción:
The Sound of Simon
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