Publicado en Septiembre de 1986.
Referencia: Warner Bros 925447-2.
Producido por Paul Simon.
Ingeniero de sonido: Roy Halee.
Diseño: Kim Champagne.
Fotografía de la portada: Mark Sexton.
Fotografía de la contraportada: Gary Heery.
"Es uno de esos discos, que a excepción de la última canción, todo el mundo conoce cada tema. De vez en cuando, eso puede ocurrir. No me sorprendió que fuera un éxito. Me encantó, y pensé que, si me gustaba , entonces que es que era lo suficientemente bueno, y tal vez para otras personas también lo seria. Cuando sacamos la caja el año pasado y vi algunas de las imágenes de esas sesiones que ya no recordaba o tal vez ni siquiera había visto, y me sorprendió por la forma en que estaba enfocada. La visión que tenía para este disco estaba allí cuando llegué".
Paul Simon (Rolling Stone, 2013)
A comienzos de 1984, Paul Simon atravesaba una profunda crisis personal y artística. Su álbum Hearts and Bones, un trabajo íntimo y sofisticado, había sido un fracaso comercial, eclipsado por la nueva generación de artistas dominantes en la era de MTV: Michael Jackson, Prince y Madonna. Simon, con 42 años, se veía de pronto como un “pureta” en una industria que privilegiaba la juventud y la imagen. A ese golpe profesional se sumaba el colapso de su matrimonio con la actriz Carrie Fisher, un episodio que lo dejó desanimado y sin rumbo. Durante meses, se refugió en la soledad, fumando marihuana de nuevo después de más de una década y escuchando viejas cintas de música en su coche, estacionado frente a la casa que había comenzado a construir para él y Carrie en Montauk.
Entre aquellas cintas había una que acabaría cambiándolo todo: Gumboots: Accordion Jive Hits, Vol. II, una recopilación de música sudafricana township que le había prestado la cantautora Heidi Berg. Aquellos ritmos vitales, sostenidos por el acordeón y la percusión, transmitían una energía que contrastaba con su estado emocional. Simon quedó fascinado por la alegría y complejidad de esa música y comenzó a imaginar cómo podría integrarla en su propio lenguaje. “Simplemente me entusiasmó esta música”, recordaría después. “No fue un cálculo. Fue pura curiosidad”.
Entusiasmado, Simon contactó con su sello Warner Bros. y con el productor sudafricano Hilton Rosenthal, especialista en música sudafricana, quien le sugirió viajar directamente a Johannesburgo para grabar con los músicos que aparecían en la cinta. Rosenthal, junto con el productor negro Koloi Lebona, reunió a algunos de los mejores instrumentistas del país. Pero la idea de viajar a Sudáfrica en pleno apartheid planteaba un dilema moral: existía un boicot cultural y académico promovido por las Naciones Unidas que prohibía a los artistas colaborar con instituciones sudafricanas. Antes de tomar una decisión, Simon consultó al cantante y activista Harry Belafonte, con quien coincidió en la grabación de “We Are the World”. Belafonte le sugirió contactar con el Congreso Nacional Africano (ANC) para explicar su proyecto, pero Simon, reacio a “pedir permiso para hacer música”, decidió actuar por su cuenta, convencido de que trabajar directamente con los músicos negros sería un acto de cooperación, no de legitimación del régimen.
A comienzos de 1985, Simon viajó a Johannesburgo junto a su ingeniero de confianza, Roy Halee, con quien había trabajado desde los tiempos de Bookends. Halee no fue simplemente un técnico: fue el oído, la brújula y el arquitecto sonoro de Graceland. Ambos llegaron sin canciones terminadas; su plan era grabar largas improvisaciones con distintos grupos locales, capturar ideas melódicas y rítmicas y luego transformar ese material en canciones completas en Estados Unidos.
Los estudios Ovation de Johannesburgo resultaron ser de primer nivel, y desde el primer día Simon y Halee quedaron fascinados por la musicalidad y disciplina de los intérpretes sudafricanos. Al principio, la distancia cultural era evidente: los músicos negros estaban acostumbrados a la deferencia hacia los blancos y al rígido horario impuesto por el apartheid, que les obligaba a regresar a sus municipios antes del anochecer. Pero la música fue derribando las barreras. “Todo el mundo empezó a divertirse”, recordaba Halee. “Paul estaba tan inmerso que seguía trabajando solo hasta la medianoche, experimentando con fragmentos de las sesiones del día”.
El método de trabajo era inusual: en lugar de llevar canciones compuestas, Simon grababa horas de jams e improvisaciones con los músicos y, junto a Halee, seleccionaba los momentos más inspirados. Halee, con su oído meticuloso y su dominio técnico, fue esencial para capturar la claridad, el pulso y el carácter rítmico de aquellas grabaciones. Su experiencia como ingeniero le permitió equilibrar el sonido espontáneo del mbaqanga —la música popular de los townships— con estándares de grabación occidentales. Simon confiaba plenamente en él: “Roy tiene un oído asombroso; sabe exactamente cómo hacer que una pista suene viva, sin perder su forma”.
Entre los músicos locales que participaron estaban el bajista Bakithi Kumalo, el guitarrista Ray Phiri, el batería Isaac Mtshali y el acordeonista Forere Motloheloa. Simon no imponía estructuras fijas, sino que intervenía con gestos o indicaciones breves: pedía repetir una secuencia, cambiar un acorde o aislar un ritmo. De esa interacción nacieron temas como The Boy in the Bubble, I Know What I Know o You Can Call Me Al. Esta última surgió de un riff de guitarra de Phiri y un bajo de Kumalo cuya línea, reproducida al revés en la mezcla final, se convertiría en uno de los pasajes más célebres del disco.
La sesión que daría origen a Graceland nació de un patrón de batería de Vusi Khumalo que recordó a Simon los ritmos del country estadounidense. Quitó el bajo y el acordeón, conservó la percusión y reconstruyó la canción en Nueva York, uniendo así dos mundos musicales: el sur de África y el sur de Estados Unidos.
En Johannesburgo, Simon también escuchó por primera vez las cintas del grupo vocal Ladysmith Black Mambazo. Quedó impresionado por sus armonías zulúes, que transmitían tanto serenidad como fuerza espiritual. Al conocer a su líder, Joseph Shabalala, se sintió conmovido por su calidez y humildad. De su colaboración surgió Homeless, una canción escrita a medias entre ambos y grabada en los estudios Abbey Road de Londres. Esa sesión, cargada de emoción y respeto mutuo, capturó el alma del proyecto: un diálogo entre culturas que trascendía fronteras.
Cuando regresaron a Estados Unidos, Simon llevó a varios de los músicos sudafricanos para continuar las grabaciones y transformar más de 60 horas de material instrumental en un álbum coherente. En los estudios de Nueva York y Los Ángeles grabaron voces, letras y nuevas capas de sonido. Además, Simon viajó a Louisiana para adentrarse en otro universo musical: el zydeco, estilo criollo de raíces cajún y afroamericanas. Allí grabó con Good Rockin’ Dopsie and the Twisters, añadiendo acordeones y percusiones metálicas a canciones como That Was Your Mother, ampliando aún más la paleta sonora de Graceland. Halee, una vez más, fue esencial para unir todos esos fragmentos, equilibrar las mezclas y mantener la vitalidad original de las grabaciones africanas. Su trabajo de edición y mezcla fue tan innovador que muchos ingenieros posteriores lo citaron como un referente.
Cuando Graceland salió al mercado en agosto de 1986, la respuesta fue inmediata y contradictoria. Algunos críticos lo calificaron de obra maestra; otros lo atacaron por romper el boicot cultural y por “apropiarse” de la música africana. El Congreso Nacional Africano inicialmente condenó su viaje, pero más tarde matizó su postura al comprobar que los músicos sudafricanos habían sido justamente acreditados y generosamente remunerados. Simon insistió en que su objetivo había sido compartir, no explotar: “La música sudafricana es una celebración. Mi papel fue escuchar, aprender y aportar lo que sabía”.
La recepción crítica de Graceland fue, pese a las polémicas, mayoritariamente entusiasta. El álbum ganó el Grammy al Mejor Álbum del Año en 1987 y alcanzó ventas millonarias en todo el mundo. Más allá de su éxito comercial, su verdadera trascendencia radicó en haber introducido la música del África subsahariana en el mercado global, anticipando el auge del llamado world music. Para Simon, significó una reconfiguración total de su identidad artística: de cronista urbano a explorador cultural.
Con Graceland, Paul Simon consiguió lo que pocos artistas logran: convertir una crisis personal en una renovación estética de alcance universal. El álbum no solo reactivó su carrera, sino que redefinió los límites del pop contemporáneo. En él confluyen el lirismo y la observación, la emoción y la técnica, la melancolía y la celebración. Su legado permanece como ejemplo de que la búsqueda de autenticidad, incluso en tiempos de desconcierto, puede conducir a la creación de obras capaces de trascender su tiempo y su geografía.